Tomando una copa de vino mientras leo una página de
cualquier otro libro de entre millones, noto que mi ventana comienza a llenarse
de luz, una luz azul oscura como si el negro de la noche se estuviese
despertando. Atónito y sorprendido miro el reloj de mi celular. ¡Joder! Las 5 y
30, estuve leyendo toda la noche y no he dormido.
Recordé unas palabras que una vez había escuchado o
leído, no lo recuerdo muy bien en realidad, “Las mejores horas para meditar son
al amanecer y al anochecer”. Nunca lo había hecho tan temprano, ya que la
pereza casi siempre domina mi cuerpo cuando se trata de cuestiones que
impliquen levantarme antes de las 10 de la mañana.
En fin, aproveche que a esa hora estaba despierto, subí
para una montaña que está detrás de mi casa, en un lugar que a mí en particular
me gusta mucho, a unos 10 minutos de mi casa. No sabía lo que me esperaba.
En el punto más oscuro de la noche el cielo comienza a
tornarse de un color azul oscuro y a medida de que el sol comienza a asomarse
por el este y los primeros rayos de luz comienzan a tocar la tierra el paisaje
se torna armonioso y lleno de una energía indescriptible, se abre ante nosotros
tras el telón de un nuevo día, una obra de teatro con una hermosura
inexplicable. En alguna montaña o en un parque, a orillas de la playa o desde
cualquier edificio del centro, el amanecer es el mejor momento para encontrarse
con uno mismo, con un todo, con el universo. Practicar la meditación y sentir
esa energía que fluye en todo lo que
existe, y si nos conectamos en un nivel de consciencia mayor, llegar a ver esa
energía. Observar como poco a poco el árbol se ilumina con la luz del sol desde
su punto más alto hasta sus raíces y las pequeñas aves entonan su canto,
anunciando la luz de la mañana.
“En el punto más oscuro
de la noche empieza a amanecer y ante nosotros se abre tras el telón del nuevo
día, una obra de teatro con una hermosura indescriptible”
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